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La transición que el Estado sigue sin garantizar

Jorge es un joven con discapacidad intelectual, simpático, perseverante y con un fuerte deseo de crecer. A sus 23 años se acercó a su profesora Perla Martinez con un reclamo claro: quería "trabajar de verdad". Fue así que ella tomó coraje, y se convirtió en la fundadora de Asociación Peldaños, organización sin fines de lucro que trabaja para mejorar la calidad de vida de personas con discapacidad intelectual a través de talleres. Acompañó a Jorge, como a muchos otros, en un camino de búsqueda de autonomía e inclusión laboral, un derecho aún pendiente para muchas personas con discapacidad.

La historia de Jorge no es una excepción. En la Ciudad de Buenos Aires, los jóvenes con discapacidad mayores de 22 años son expulsados del sistema de educación especial estatal, sin una propuesta real de continuidad. En consecuencia, quedan en una situación de gran vulnerabilidad.

A pesar del trabajo constante de organizaciones como Peldaños, fundada en el año 2000, la inclusión plena sigue siendo una meta lejana. "En 25 años, solo logramos que se independicen seis personas", afirma Perla con preocupación. La falta de políticas públicas sostenidas deja a estos jóvenes y a sus familias en una lucha desigual por el derecho a una vida autónoma y digna.

El deseo de integrarse al mundo laboral expone una deuda estructural del Estado. Aunque las leyes reconocen sus derechos, la implementación concreta de políticas inclusivas es escasa o, directamente, inexistente.

"La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, que tiene jerarquía constitucional en Argentina desde 2014, establece que las personas con discapacidad tienen derecho a una educación inclusiva, continua y a lo largo de toda la vida", explica la abogada Sandra Pontello, especializada en la temática. "El problema es que, al cumplir los 22 años, los jóvenes con discapacidad son excluidos del sistema educativo sin que el Estado garantice espacios alternativos de formación o inserción laboral. Esto los deja sin oportunidades reales de seguir desarrollándose".

En la práctica, muchas escuelas especiales en la Ciudad de Buenos Aires establecen el límite de los 22 años como límite de permanencia, aún cuando no hay una normativa que justifique esta interrupción. "No hay ninguna ley que diga que a los 22 años se termina la educación. Esa es una práctica administrativa que se naturalizó y que atenta contra los derechos de los jóvenes", afirma Celeste Dimelgio, también abogada y experta en discapacidad.

Lo más preocupante, señalan, es que esta salida del sistema educativo no viene acompañada de un plan de transición ni de políticas públicas concretas que aseguren la inclusión social y laboral. "Hay una ausencia absoluta del Estado. Las familias quedan solas, sin herramientas, sin orientación, y muchas veces también sin recursos", advierte Pontello.

Desde el Ministerio de Educación porteño, el panorama es distinto. Según afirmaron en diálogo con el equipo de Inclusión Educativa, "la educación no se corta a los 22 años" y que existe un trabajo articulado con las familias para facilitar el paso de los Centros de Formación Integral (CFI) u otras propuestas para adultos. Sin embargo, esta declaración dista mucho de la experiencia concreta de los jóvenes y sus familias, quienes relatan que esas alternativas no siempre existen, están saturadas, o no responden a las necesidades individuales.

"Lo que falta es una verdadera política pública integral, con perspectiva de derechos", reflexiona Mariela Stabilito, exdirectora de la Agencia Nacional de Discapacidad. "No se trata solamente de educación o de trabajo. Se trata de pensar un proyecto de vida para las personas con discapacidad, con apoyos reales, sostenidos en el tiempo y con recursos del Estado. Hoy eso no existe".

Así, mientras las leyes prometen inclusión, la realidad empuja a cientos de jóvenes a un limbo social: ya no pueden permanecer en la escuela, pero tampoco encuentran espacios donde continuar su desarrollo, aprender un oficio o aspirar a un empleo. La falta de articulación entre el sistema educativo, el laboral y los dispositivos comunitarios genera una fractura profunda que sigue postergando derechos.

Desde distintos sectores también se viene advirtiendo sobre esta problemática. En junio de 2023, la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE) denunció públicamente que el Gobierno porteño "expulsa a jóvenes con discapacidad de las escuelas especiales" al limitar su permanencia hasta los 22 años, una decisión que, según el gremio, contradice las normativas de educación inclusiva y vulnera derechos fundamentales.

Pero más allá de esta expulsión temprana, que antes se extendía hasta los 30 años, lo que la denuncia pone en evidencia es la falta de planificación estatal para lo que viene después. ¿Qué opciones reales existen para un joven con discapacidad que termina la escuela? ¿Quién garantiza su formación continua, su inclusión laboral o su participación activa en la comunidad?

"Las opciones que hay post escolarización en general son privadas: universidades como la UCA o centros de día, que también dependen de las obras sociales. Hasta donde sé, el Gobierno de la Ciudad no tiene centros de día propios", señala Ivana Romanos, madre de Valentina una joven de 25 años con síndrome de Down, que estudia en la UCA. Además, agrega que estos espacios suelen tener una estructura limitada, orientada a talleres de jardinería, arte o literatura, sin propuestas académicas más exigentes ni formación laboral con proyección real.

En cuanto a los cursos que ofrece el Estado, reconoce que son una posibilidad valiosa, pero con limitaciones: "Son gratuitos y están buenos, pero no tienen adaptaciones curriculares. Eso significa que siempre tiene que haber un adulto acompañando, como un terapista ocupacional. No están pensados realmente para la autonomía".

La clave, para Ivana, está en ampliar las opciones: "Tiene que haber variedad para que las familias puedan decidir lo mejor según las necesidades de su hijo. Que un joven con discapacidad pueda ir a un espacio porque lo eligió, no porque no tiene otra alternativa".

Su reflexión pone en evidencia un punto central de la problemática: la inclusión no puede ser un lujo reservado a quienes acceden al sistema privado. Se trata de un derecho, y como tal, el Estado debe garantizar que existan dispositivos accesibles, gratuitos, diversos y sostenidos para acompañar a todos los jóvenes con discapacidad en su tránsito hacia la vida adulta.

Mientras tanto, el escenario posterior a la escolarización sigue marcado por la falta de propuestas claras y accesibles. En muchos casos, son las familias quienes deben gestionar por su cuenta las opciones formativas o laborales para sus hijos, acudiendo a espacios privados, organizaciones sociales o armando redes de apoyo informal.

La ausencia de políticas públicas integrales dificulta la transición hacia la vida adulta de las personas con discapacidad. Actualmente, no existe un sistema articulado que garantice la continuidad educativa, el acceso a formación laboral adaptada ni la participación activa en la comunidad.

Según lo revelado por distintos actores del ámbito legal, educativo y social, la falta de articulación entre el sistema educativo, el laboral y los dispositivos comunitarios genera una brecha significativa. Esta situación deja a muchos jóvenes en una posición de vulnerabilidad: egresan del sistema escolar sin alternativas concretas para continuar su desarrollo personal y profesional.


© 2025 María Stefanía Arangio, Lucia Cenci, Chiara Gillio y Iara González Celano 
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